Los humanos no conocemos este planeta por completo, y sin embargo, tratamos de explorar otros. Somos una especie que no se ha preocupado más que de hacer evolucionar lo que tiene a su alrededor, y no en aquello que le hace humano de verdad. ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Hacia dónde nos dirigimos? ¿Cuál es el destino de todo? Grandes preguntas para una especie que es tan pequeña como su historia, comparada con la longevidad del Universo. Grandes cuestiones para una especie que aún no ha asimilado su verdadero sentido en la Tierra.
Y no, no soy yo el que viene a responder esas grandes cuestiones -sería demasiado atrevido si tratara de hacerlo-. Sólo pretendo recuperar una pequeña luz sobre nuestra evolución, la humana, o al menos, lo que debería suscitar escuchar la palabra “humanidad”. ¿Cómo hacerlo? Simple, tan solo me he fijado en unos primos lejanos: nuestros hermanos primates africanos, los bonobos.
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La verdad es que ya no recordaba cuándo fue la última vez que me senté frente al ordenador, cerré los ojos, y me dejé llevar por las palabras, por el camino que ellas quisieran, por el camino que ellas me guiaran. Siempre resultaban sabias y lo más importante, hacían que pensara en lo que realmente deseaba. Eran las únicas capaces de reunir y, más aún, de ordenar mis pensamientos; tenían las riendas con las que sujetar aquel caos, aquel universo de fotografías hechas relatos que a la larga resultaron ser uno de los carretes de mi vida.
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Muere lentamente quien se transforma en esclavo del hábito, repitiendo todos los días los mismos trayectos, quien no arriesga vestir un color nuevo y no le habla a quien no conoce. Muere lentamente quien evita una pasión, quien prefiere el negro sobre el blanco y los puntos sobre las íes a un remolino de emociones, justamente las que rescatan el brillo de los ojos, sonrisas de los bostezos, corazones a los tropiezos y sentimientos. Muere lentamente, quien no voltea la mesa cuanto está infeliz en el trabajo, quien no arriesga lo cierto por lo incierto para ir detrás de ese sueño que lo está desvelando, quien no se permite por lo menos una vez en la vida, huir de los consejos sensatos. Muere lentamente quien no viaja, no lee, quien no oye música, quien no encuentra gracia en sí mismo.
Es sorprendente cómo un río es capaz de encontrar, por sí solo, su antiguo curso cuando sobrepasa la capacidad de la nueva cuenca que le dimos, más sorprendente aún es que ese día su agua se torne enfurecida y violenta, inmersa en un torrente frenético de rabia e impotencia contenida, arrastrando todo lo que encuentra a su paso sin que nada ni nadie pueda afrontarla o pararla, quizá una cruel venganza sellada con su propio nombre. El mensaje es sencillo, tan sencillo que puede definirse en cinco palabras: “la naturaleza tiene su ritmo”, y no, no podemos variarlo, por muchos cambios y avances que hagamos nunca sabemos cuáles nos depara ella en el futuro ni en qué instante los hará explotar.
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