Cristales rotos
La llama se apagó, las formas cayeron en el olvido de las sombras y el mundo parecía desvanecerse. Seguía boquiabierto, escondido en el rincón tras una desvencijada mesa, temblando y con las gotas de sudor surcando su frente y sus mejillas. Quería mirar atrás, lo deseaba pero tenía el presentimiento de que si lo hacía nunca más se abrirían sus ojos. La madera se retorcía de dolor en crujidos fuertes, pasos que parecían clavarse en las entrañas del suelo. Allí, acurrucado, sus brazos rodeaban las piernas que mantenía pegadas al cuerpo. Todo él temblaba, absorto en su propio mundo del que no quería despertar. La mirada inquieta, un recorrido minucioso y repetitivo de todo los ángulos que podía observar, una visión que se apagaba por momentos. No sabía explicar qué sucedió en aquel momento, el corazón parecía haberse ido, abandonado por su querido órgano cuando más lo necesitaba. Un tintineo, unos cristales rotos y su cuerpo extendido en el suelo, hilos de sangre decoraban el suelo, intentó palparse la cara sin éxito, antes del golpe sólo consiguió recordar la visión de la sangre.
“¿Cómo acabará todo esto?” era la pregunta que se repetía en su mente, en cada uno de sus sueños. A veces, al despertar, deseaba estar muerto, otros sin embargo, se compadecía de los últimos resquicios de esperanza a los que según él, no conseguía ya sostenerse, caía y no había nada que pudiera detenerlo. O al menos eso creyó él.
Adrián falló el tiro que iba dirigido a sus sesos, lo encontré tendido sobre una alfombra, manchada de sangre, su cara tenía cortes y magulladuras. Había roto una fotografía antigua, una en la que disfrutaba de un baño cuando tenía sólo siete años, sonreía y era feliz. Lo sé, estaba con él cuando pasó, en su casa, de vuelta a todos los recuerdos que le consumían por dentro. Temblaron sus ojos y lo supe después, mientras me lo explicaba todo desde su cama, como un hijo más, y yo, como un psiquiatra más, le escuché atentamente.
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Cada día mejor angel